Son sin duda las dos virtudes de las que más presumen los separatistas catalanes en su relación con el resto de España: el proceso es pacífico y siempre han buscado el diálogo que España les ha negado. Analicemos ambas afirmaciones.
Diálogo. Es francamente difícil dialogar con alguien que lo que pretende es conseguir un objetivo que implica tu propia extinción como nación y como estado. Porque está claro que el resultado de una secesión podría seguir llamándose España, sí, pero jamás sería lo mismo. Si a un país le amputan el 20 % de su territorio, población y PIB probablemente podrá seguir existiendo, pero nunca será el mismo. Por lo tanto, el diálogo se antoja francamente difícil.
Pero lo es sobre todo porque parten los separatistas de una enorme falacia, que es hacernos creer que hay algo que negociar. En realidad, ellos jamás ofrecen nada que no sea una momentánea ralentización de los ritmos que han de conducir a la independencia. Porque ese objetivo es irrenunciable, y ahí radica la imposibilidad del diálogo. Nunca ha habido por tanto una negociación digna de tal nombre, porque en toda negociación ambas partes ofrecen algo o ceden en algún extremo. Desde que el estado autonómico existe la negociación con el nacionalismo siempre ha consistido en que el estado da y ellos reciben, por supuesto con gesto ofendido. Pero jamás ellos han puesto encima de la mesa algo a cambio. O mejor dicho: jamás se les ha exigido desde el otro lado de la mesa que renunciasen u ofreciesen algo. Es como un eterno avanzar hacia un objetivo final tácitamente aceptado en el que una de las partes (el estado español) ha de acabar desmembrado, y en el que lo único a lo que ese estado puede aspirar es a que el final se alargue en el tiempo. Pero el tiempo y las competencias a ceder se agotan. No hay diálogo porque ya no hay nada sobre lo que dialogar. Y además ya está claro que cualquier cuestión en que se ceda frente al separatismo será utilizada como peldaño para la siguiente reivindicación. Ellos están construyendo su estado, y les estamos ayudando a ello. Cuando claman por el diálogo se refieren a que fijemos de mutuo acuerdo fecha y hora para la extinción de la soberanía nacional. Bueno, de mutuo acuerdo relativo: sin entretenerse, que tienen prisa y están crecidos. En suma, no hay diálogo porque una de las partes implicadas carece de lealtad a un proyecto nacional común y nunca ha deseado diálogo alguno que no la encamine a ese resultado final que, por definición, es incompatible con la idea misma de diálogo.
Pacifismo. Ciertamente el proceso independentista catalán ha transcurrido a lo largo de la mayor parte de su recorrido por cauces pacíficos. Aclaremos eso del recorrido, porque alguien entenderá que estoy refiriéndome a los últimos tiempos, pongamos desde 2012 hacia acá. No: el proceso separatista viene desarrollándose desde los tiempos de Jordi Pujol. El Proyecto 2000 ya recogía todos los pasos a dar para conseguir el objetivo último, en cuanto fuese posible, de la independencia. Y durante muchos años, lustros, todo se desarrolló de forma pacífica. Implacable y metódica, pero pacífica. Mayormente pacífica, porque no pueden olvidarse brotes violentos como el que supuso Terra Lliure. Pero el proceso en sí se caracterizó siempre en su cara visible por su tono festivo, folclórico, amable, paternalista, pedagógico.
Ahora bien: en un momento determinado empiezan a surgir resistencias. Aparece Ciudadanos, surge Societat Civil Catalana. El planteamiento nacionalista se hace más y más exigente, reivindicativo, muestra su fuerza en la calle con una vestimenta una vez más amable y casi lúdica, pero ya empieza a percibirse entre los no adeptos a la causa una cierta presión ambiental un poco intimidante. El discrepante empieza a ser señalado: siempre recordaré una tira en una publicación en la que se ve una fachada llena de banderas esteladas, a excepción de un balcón. En otro, dos vecinas cuchichean, por supuesto con semblante sonriente: «Has visto, el del 3º 2ª no tiene la bandera. ¿Qué te parece si vamos a hablar con él?».
Las sedes de partidos constitucionalistas son atacadas con pintura, excrementos, marcadas con símbolos amenazantes o excluyentes. Los políticos independentistas pasan a ignorar literalmente la existencia de una mitad de Cataluña que no les interesa, y ese olvido y desprecio se hace patente en cada gesto, en cada discurso: los gobernantes ya no lo son de Cataluña, sino tan solo de los separatistas.
Las resoluciones judiciales se suceden: el estatuto recibe un ligero repaso en el Constitucional (por mucho que el soberanismo repita hasta la extenuación que fue mutilado salvajemente), hay resoluciones sobre la lengua, y empiezan a desobedecerse desde la propia administración en sus diferentes niveles.
Las cifras de asistentes a manifestaciones separatistas se inflan hasta extremos grotescos, y los partidos nacionalistas deciden aprovechar esta ola que ellos mismos han creado para surfearla hacia la playa de la secesión. Y claro, el estado reacciona y la justicia se moviliza. Y ahí acaba el supuesto pacifismo: una comisión judicial permanece cercada durante horas en unas oficinas del gobierno catalán, dos coches patrulla de la Guardia Civil son destrozados y se roba el armamento que imprudentemente habían dejado en él, líderes de la oposición tienen que abandonar el parlamento catalán escoltados o por la puerta trasera, miles de ciudadanos perfectamente coordinados se presentan en los lugares designados como colegios electorales para escenificar un acto de desobediencia y de resistencia física a la autoridad.
Y una vez detenidos los cabecillas del golpe, las calles y carreteras se incendian, las estaciones se bloquean, corren por la red instrucciones de guerrilla urbana y los manifestante se enfrentan a la policía mientras los líderes separatistas y la televisión pública que controlan llaman de facto a la resistencia.
Es decir, el proceso solo fue pacífico mientras no encontró obstáculo alguno a su paso victorioso, y se tornó violento en cuanto alguien, sea político, entidad cívica, particular o tribunal, se opuso a sus objetivos o procedimientos. Lo cual evidencia, claro está, que no era pacífico y nunca lo fue: simplemente hasta fecha mas reciente no sintió la necesidad de destapar su cara menos amable, que siempre estuvo ahí, agazapada tras el semblante festivo. Un dato: el estado frenó muy recientemente una masiva compra de armamento y munición para la policía autonómica catalana, en cuantía tan desmesurada que nadie supo justificar. ¿Pacifismo?
Ni diálogo ni pacifismo: el proceso separatista catalán tiene unos muy preocupantes genes totalitarios en sus actitudes y procedimientos. Ambos términos, diálogo y pacifismo, han sido simplemente unos instrumentos más de su lucha, trufada de mentiras, manipulaciones y abusos. Pero su eficacia propagandística es demoledora, sobre todo si nadie la desmonta.