Sant Jordi en Callao

Suena raro, pero es que los de Societat Civil Catalana son así: les gustan los retos. En plena vorágine independentista convocaron en Barcelona, a pelo, una manifestación sin duda mucho más numerosa que las de los separatistas.

No contentos con ello, al cabo de tres semanas van y lo repiten con éxito similar. Era divertido ver cómo los balcones con esteladas permanecían cerrados a cal y canto al paso de los cientos de miles de manifestantes. Podíamos sentir las miradas turbias y rabiosas tras las cortinas corridas.

En su rareza, los de SCC huyen de personalismos, afrontando el riesgo de discontinuidad que ello supone de cara a la consolidación de una imagen en los medios de comunicación: en cuatro años han tenido diversas caras visibles: Bosch, Gomá, Domingo, Rosiñol… Lo cual demuestra que el proyecto no es personalista, sino colectivo y transversal.

Su última y bendita ocurrencia es plantarse el día de Sant Jordi en plena plaza madrileña de Callao y regalar rosas a los transeúntes siguiendo la tradición catalana para ese día. Una rosa acompañada de un relato que equipara al dragón con el separatismo y que aboga por compartir esa tradición con Madrid y convertirla en un vínculo más que una ambas ciudades.

Así que ya saben: mañana Sant Jordi alanceará al dragón en pleno centro de Madrid. Si piensan asistir, madruguen: las existencias de rosas son limitadas. No olviden que es un obsequio y oigan, en definitiva somos catalanes… 😉

Las nacioncillas rabiosas y el estado voluntariamente indefenso

Lo de «nacioncillas rabiosas» es brillante y antigua creación de Alejo Vidal Quadras, aclaro antes de continuar.

Observen los últimos movimientos: Alemania tumba (en primera instancia, cierto) la acusación de rebelión del Tribunal Supremo. El ministro de Hacienda español cuestiona la alegación de malversación de recursos públicos, con lo cual todo el proceso penal contra los golpistas catalanes queda pendiente de un frágil hilo. El parlamento catalán sigue recreándose en su inoperancia generosamente retribuida, utilizando cada recurso reglamentario no para intentar hallar un candidato válido, sino para alimentar la tensión con el estado. Los medios de comunicación públicos catalanes, y buena parte de los privados que viven de las subvenciones y ayudas públicas, vomitan a todas horas el odio contra España y proclaman el heroísmo y la limpieza de la revolución catalana.

Miremos un poco más al noroeste. La ETA emite un comunicado en el que expresa algo parecido a una suave disculpa, de la que excluye a todo aquel que no forme parte del «pueblo vasco». Los obispos vascos, en otro comunicado, se reconocen en alguna medida cómplices de la locura totalitaria que llevó al terrorismo y también, a su siempre sinuosa manera, se disculpan por sus «errores». Y en paralelo recuperan la matraca del acercamiento de los presos a las cárceles vascas. Por su parte el gobierno vasco, que había vetado los presupuestos de Rajoy en tanto permaneciese la aplicación del 155, levanta el pie del acelerador y no formula enmiendas a la totalidad, permitiendo así que se abran esperanzas para su aprobación. Recuerda su reivindicación de traspaso de la competencia en materia de prisiones (curiosa coincidencia con lo de los obispos, ¿no?). Y por supuesto afila el lápiz para arañar (vaya rasguño) otros 3.000 millones de euros, dicen, al estado. Al tiempo que algunas viejas glorias del nacionalismo vasco alumbran una especie de pacto por el derecho a decidir que, a semejanza del catalán, contempla como final de trayecto un referéndum de autodeterminación.

Salgamos ahora de las estrechas fronteras de nuestro país. El separatismo catalán está ganando por goleada la batalla de la comunicación. De forma inexplicable para cualquiera que tenga algo de sentido común, lo cierto es que una simple autonomía sin competencias en política exterior ha logrado acceso y simpatías en la mayor parte de los medios de comunicación internacionales. Medios que, evidentemente, contribuyen a modelar la opinión pública que a su vez influye, como no puede ser de otra manera, en los jueces que toman decisiones sobre los prófugos catalanes y en los políticos que han de determinar la política respecto a este asunto. El estado, por su parte, se muestra inoperante, torpe, lento y anticuado en sus reacciones. Que además son siempre eso: reacciones, jamás iniciativas.

Alguien, lamento no recordar quién, escribía hace poco que el problema es que el estado está afrontando con armas e instrumentos de los siglos XIX y XX un golpe de estado del siglo XXI. Y así es. Un golpe de estado (porque no otra cosa es lo que está teniendo lugar en Cataluña, y en privado ni los separatistas te lo niegan), en la actualidad, se gana en los medios, en las redes, en la tecnología, en la imagen. Porque todos esos elementos son los que en última instancia acaban configurando la opinión pública, y al final esa opinión pública es la que acaba formando gobiernos, derribando otros y forzando modificaciones legales y sentencias judiciales. No estamos ganando la batalla de la comunicación, ni la tecnológica, ni la de la imagen. Y si pensábamos que estábamos ganando la política y la jurídica, ya vemos que era un espejismo: los gobiernos europeos nos darán su tibio apoyo en la medida en que el estropicio no se haga demasiado grande y sepamos resolver las cosas con discreción y sin sangre. Y de momento en el terreno jurídico, más allá de nuestras fronteras, vamos de varapalo en varapalo, lo cual demuestra que ellos conocían mucho mejor que nosotros la realidad legal europea. La lamentable realidad legal europea y las muchas grietas que ofrece, me atrevo a añadir. Pero es la que es. Y resulta imperdonable que la flamante legión de abogados del estado que asesora al gobierno no tuviese presente esta eventualidad.

Por alguna razón que se nos escapa, y que se mueve en el amplio abanico que engloba la incompetencia, la cobardía, el error de cálculo y la complicidad fundada en intereses de diversa índole, el estado ha decidido permanecer voluntariamente indefenso. Es como si un país decidiese deliberadamente no modernizar sus fuerzas armadas, mantenerlas en una posición tecnológicamente atrasada, no estudiar ni anticiparse a los movimientos de sus potenciales enemigos. Del mismo modo España por alguna extraña causa ha decidido en los últimos años no modernizar su arsenal legislativo y por lo tanto no adaptarlo a las nuevas amenazas. En una palabra, ha renunciado a defenderse como estado, dejando a sus fieles servidores, los que quedan, prácticamente indefensos al tener que utilizar herramientas que han quedado totalmente superadas en el tiempo. Ha renunciado también a defender allende sus fronteras su imagen como estado democrático y moderno, cediendo el terreno y la iniciativa a quienes desde su propio corazón la quieren destruir.

No es extraño, pues, que las nacioncillas rabiosas vean como propicia esta ocasión para intentar acabar de desarraigarse de la nación común. Y no es raro tampoco que las mayores prisas surjan cuando las encuestas señalan el curso ascendente de un partido que, sobre el papel, parece decidido a alterar esas inercias. Otra cosa será que, caso de alcanzar el poder, cumpla o no esas expectativas, por cálculo partidista, por choque frontal con una realidad mucho más enquistada de lo que puede parecer, o por simple cuestión aritmética.

La gran duda es si una hipotética reacción llega o no demasiado tarde. Y si las nacioncillas rabiosas conseguirán su propósito, teñido de insolidaridad y de supremacismo, y con inquietantes dejes totalitarios en algunos casos, o si la vieja nación logrará reaccionar y, no solo eso, tomar la iniciativa para garantizar que la amenaza no se reproducirá en un largo tiempo.

Los burladeros legales

_DSC0015Siempre que pierdo un juicio (que no el juicio), y eso sucede con alguna frecuencia a todos los abogados, intento hacer un ejercicio con el cliente: plantearnos juntos que tal vez no teníamos la razón legal de nuestra parte. Analizar la sentencia no desde la perspectiva del derrotado y cabreado, sino como si la viese un tercero totalmente ajeno. Es difícil para el cliente, pero conveniente.

En el caso de la resolución de un tribunal de Schleswig – Holstein sobre la entrega o no de Carles Puigdemont a España para ser juzgado por rebelión y sedición se impone hacer ante todo esa reflexión. Y a mí, a falta de cliente, me lleva a algunas conclusiones:

  • ¿Tienen los separatistas razón en sus pretensiones por el hecho de que se haya dictado una resolución que excluye en principio la entrega a España por el delito de rebelión? No, en absoluto: en mi opinión el propósito separatista sigue siendo ilegítimo y se ha intentado llevar a cabo por medios absolutamente ilegales.
  • ¿Ha dicho el juez alemán que Puigdemont no haya delinquido? No, en absoluto: simplemente ha anticipado que no ve correspondencia plena entre el delito español de rebelión y el alemán de Hochverrat o alta traición, básicamente por la valoración que se hace del elemento «violencia».
  • ¿Significa esto que no pasa nada? No, en absoluto: es un torpedo en la línea de flotación de nuestro estado de derecho que nos abre un boquete muy difícil de sellar.

Eso en cuanto al fondo del asunto. En cuanto a lo que podríamos llamar la forma me resulta más difícil valorarlo con frialdad, porque me indigna constatar ciertos absurdos. He de decir de antemano que no soy penalista, y menos en el terreno internacional. Por lo cual me baso en la lógica y en los conocimientos generales del derecho. Y de ahí deduzco, o mejor me pregunto:

  • Se supone que la Unión Europea tiene una serie de requisitos que, una vez constatados, suponen un importante grado de confianza mutua entre los países miembros. Uno de ellos, por ejemplo, es la inexistencia de la pena de muerte en los respectivos ordenamientos penales.
  • Se supone también y de forma principal que la independencia judicial es uno de esos requisitos.
  • Cabe preguntarse si, en este contexto, tiene sentido que las solicitudes de entrega entre estados miembros, cuya pertenencia a la Unión acredita por sí misma el cumplimiento de esos requisitos, hayan de ser sometidas a verificación por parte del estado en el que se encuentra el acusado. Existiendo libre circulación de personas y una razonable homologación de tipos penales, la entrega debería ser automática.
  • Admitiendo ese control previo, que a mí personalmente me parece absurdo, lo que parece evidente es que debería limitarse a la comprobación de la existencia en ambos códigos penales del delito de que se trate. Pero nunca debería llegarse al punto de que el juez del país requerido evalúe las pruebas en que se basa la solicitud. Eso se dirimirá en el juicio correspondiente que se celebre en el país requirente. Y eso es lo que aparentemente está haciendo el juez alemán en este caso: valorar si el nivel de violencia que el juez español alega sería o no suficiente para una condena en Alemania.
  • Este extravagante y trasnochado mecanismo hace que, de facto, el juez del país requerido tenga en su mano la absolución del presunto delincuente. Y no olvidemos que ese juez decide en base a una información muy parcial, en un tiempo muy escaso, y sin haber tenido acceso directo a las pruebas en que se basa el juez del país requirente, que sí tiene conocimiento pleno del asunto.
  • En este caso, además, resulta que esa decisión del juez podría tener importantes repercusiones políticas en España, porque al desaparecer la imputación por rebelión el señor Puigdemont recuperaría los derechos políticos de los que hoy por hoy según el Tribunal Supremo carece.
  • ¿Tiene algún sentido que un juez extranjero, totalmente ajeno al caso, en base a unos escritos extremadamente resumidos, traducidos a toda prisa de otro idioma con la casi inevitable pérdida de matices que ello implica, tenga derecho a valorar en cuestión de días y por procedimiento de urgencia lo que el magistrado requirente lleva meses instruyendo en miles de folios y habiendo tenido ante sí además a declarantes y pruebas? ¿Tiene sentido que ese juez ajeno al asunto y con un conocimiento necesariamente limitado pueda adoptar una decisión que impida al otro acabar juzgando y dirimiendo si realmente el delito se cometió o no?
  • Es más, ¿qué sentido tiene que la decisión de juzgar la existencia o no de un presunto delito dependa de que exista también en un territorio distinto a aquel en que presuntamente se cometió? ¿A santo de qué esa prevalencia del derecho alemán, en este caso, sobre el español? Son reminiscencias de tiempos pretéritos que, sinceramente, carecen de sentido hoy en mi opinión.

Dicho lo cual, hay que dejar claro que se impone el respeto al sistema que nos hemos dado. Es lo que hay. Pero quizá a la vista de experiencias como esta no estaría de más plantearse cambiarlo, porque constituye un acicate para cualquier delincuente: al final resulta que el famoso Schengen va a servir para que delincuentes bien asesorados por abogados de postín aprovechen las sutiles diferencias entre unos códigos penales y otros para eludir la acción de la justicia. Ya ni necesitan huir al Brasil: les basta con subir a un autobús de línea. Qué gran avance, esto de la Unión Europea.

Desgraciados

He visto hoy un vídeo que me ha impactado. Más incluso que la chilena de Ronaldo o el incidente entre Doña Sofía y Letizia, que no es poco. Pueden verlo aquí, aparte de las fotos fijas que he colgado arriba.

Por si hay problemas al visualizarlo: en una de esas paradisíacas calas de la Costa Brava, los separatistas han decidido cubrir la playa con cruces amarillas, convirtiendo el idílico paisaje en un sombrío cementerio amarillo con decenas y decenas de crucifijos plantados en la arena. En las imágenes se puede ver a madres sujetando las cruces mientras chavales de 12 o 13 años las clavan con un martillo y otros se lo miran mientras engullen el bocadillo de la merienda.

La Costa Brava es uno de los enclaves estrella del turismo catalán. Un entorno ciertamente espléndido, con una luz deslumbrante. Una comarca rica, muy rica, que vive del turismo y de una imagen bien ganada de calidad, limpieza, hospitalidad y tranquilidad. Es evidente que la imagen mortuoria, tenebrosa y siniestra que representa una playa llena de cruces es la peor tarjeta de visita para atraer turistas que buscan la calma y la felicidad que un destino vacacional suele prometer.

Pero no quería detenerme en eso porque, oigan, a fin de cuentas los comerciantes y los vecinos de ese pueblo y esa comarca son tan mayorcitos y responsables de sus actos como los que han convertido su cala en un cementerio, y sin embargo lo han permitido. Cada uno es libre de arruinarse como considere oportuno. No, quería fijarme en esos padres que llevan a sus hijos, en plena edad de formarse una personalidad, a clavar cruces en un espacio público y convertir su paradisíaca playa en una sórdida evocación de la muerte y la desolación. Niños de 12 o 15 años que en lugar de jugar a la pelota o chapotear en la orilla golpean con semblante entre confuso y triste, martillo en ristre, esas maderas amarillas con las que pretenden hacerles creer que han perdido la libertad, la democracia y no sé cuántos derechos universales más.

Esos chavales, que se crían en una de las zonas más prósperas (por ahora) de España y Europa, que gozan de niveles de libertad, de estabilidad, de paz y de riqueza equiparables a no muchas otras partes del mundo, ven como sus padres y profesores les insisten en que lo que ven a su alrededor no es cierto. Que lo que parece libertad es en realidad opresión, que lo que se antoja riqueza oculta un expolio continuado. Que la enseñanza íntegra y exclusivamente en catalán que reciben en las escuelas es una especie de residuo fruto de una resistencia numantina frente a la constante agresión española. Que España es en realidad un país extranjero y hostil. Que su cultura está amenazada pese a que nada en la vida cotidiana parece indicar que así sea. Que su situación es tan insostenible que si para librarse de España hay que salir también de Europa el esfuerzo valdrá la pena. Que habrá helados como postre cada domingo. Esta es por cierto una de las más intrigantes proclamas de los separatistas: ¿qué impide a los padres catalanes comprar helados a sus hijos? ¿se los comen todos los niños españoles, o es que la Guardia Civil golpea a los niños que lamen cucuruchos por la calle? En fin…

Sí, ya sé qué me van a decir: que el otro día salió un crío de cuatro años disfrazado de legionario y balbuceando «El novio de la muerte». No, miren: a todos de pequeñajos nos han disfrazado de algo (yo recuerdo con horror un disfraz de policía montada del Canadá) y nos han hecho cantar villancicos en la comida de Navidad. Pero convertir a los niños en sepultureros, inducirles a transformar las hermosas calas mediterráneas, acogedoras por definición y por uso, en escalofriantes olas de cruces mortuorias es indecente, es inhumano, es sucio, es vil y miserable. Realmente están enfermos, muy enfermos. Enfermos de odio y mentira.

Sois unos desgraciados. Y eso en realidad es lo de menos. Lo de más es que vais a convertir también a vuestros hijos en unos desgraciados. Estáis creando para ellos una Cataluña triste y deprimente, antipática y hostil. Nosotros podemos alejarnos de ella, pero vuestros hijos no, porque no les dejáis levantar la vista del ombligo nacionalista. Les estáis arruinando el futuro. Desgraciados.

Pacifismo y diálogo

Son sin duda las dos virtudes de las que más presumen los separatistas catalanes en su relación con el resto de España: el proceso es pacífico y siempre han buscado el diálogo que España les ha negado. Analicemos ambas afirmaciones.

Diálogo. Es francamente difícil dialogar con alguien que lo que pretende es conseguir un objetivo que implica tu propia extinción como nación y como estado. Porque está claro que el resultado de una secesión podría seguir llamándose España, sí, pero jamás sería lo mismo. Si a un país le amputan el 20 % de su territorio, población y PIB probablemente podrá seguir existiendo, pero nunca será el mismo. Por lo tanto, el diálogo se antoja francamente difícil.

Pero lo es sobre todo porque parten los separatistas de una enorme falacia, que es hacernos creer que hay algo que negociar. En realidad, ellos jamás ofrecen nada que no sea una momentánea ralentización de los ritmos que han de conducir a la independencia. Porque ese objetivo es irrenunciable, y ahí radica la imposibilidad del diálogo. Nunca ha habido por tanto una negociación digna de tal nombre, porque en toda negociación ambas partes ofrecen algo o ceden en algún extremo. Desde que el estado autonómico existe la negociación con el nacionalismo siempre ha consistido en que el estado da y ellos reciben, por supuesto con gesto ofendido. Pero jamás ellos han puesto encima de la mesa algo a cambio. O mejor dicho: jamás se les ha exigido desde el otro lado de la mesa que renunciasen u ofreciesen algo. Es como un eterno avanzar hacia un objetivo final tácitamente aceptado en el que una de las partes (el estado español) ha de acabar desmembrado, y en el que lo único a lo que ese estado puede aspirar es a que el final se alargue en el tiempo. Pero el tiempo y las competencias a ceder se agotan. No hay diálogo porque ya no hay nada sobre lo que dialogar. Y además ya está claro que cualquier cuestión en que se ceda frente al separatismo será utilizada como peldaño para la siguiente reivindicación. Ellos están construyendo su estado, y les estamos ayudando a ello. Cuando claman por el diálogo se refieren a que fijemos de mutuo acuerdo fecha y hora para la extinción de la soberanía nacional. Bueno, de mutuo acuerdo relativo: sin entretenerse, que tienen prisa y están crecidos. En suma, no hay diálogo porque una de las partes implicadas carece de lealtad a un proyecto nacional común y nunca ha deseado diálogo alguno que no la encamine a ese resultado final que, por definición, es incompatible con la idea misma de diálogo.

Pacifismo. Ciertamente el proceso independentista catalán ha transcurrido a lo largo de la mayor parte de su recorrido por cauces pacíficos. Aclaremos eso del recorrido, porque alguien entenderá que estoy refiriéndome a los últimos tiempos, pongamos desde 2012 hacia acá. No: el proceso separatista viene desarrollándose desde los tiempos de Jordi Pujol. El Proyecto 2000 ya recogía todos los pasos a dar para conseguir el objetivo último, en cuanto fuese posible, de la independencia. Y durante muchos años, lustros, todo se desarrolló de forma pacífica. Implacable y metódica, pero pacífica. Mayormente pacífica, porque no pueden olvidarse brotes violentos como el que supuso Terra Lliure. Pero el proceso en sí se caracterizó siempre en su cara visible por su tono festivo, folclórico, amable, paternalista, pedagógico.

Ahora bien: en un momento determinado empiezan a surgir resistencias. Aparece Ciudadanos, surge Societat Civil Catalana. El planteamiento nacionalista se hace más y más exigente, reivindicativo, muestra su fuerza en la calle con una vestimenta una vez más amable y casi lúdica, pero ya empieza a percibirse entre los no adeptos a la causa una cierta presión ambiental un poco intimidante. El discrepante empieza a ser señalado: siempre recordaré una tira en una publicación en la que se ve una fachada llena de banderas esteladas, a excepción de un balcón. En otro, dos vecinas cuchichean, por supuesto con semblante sonriente: «Has visto, el del 3º 2ª no tiene la bandera. ¿Qué te parece si vamos a hablar con él?».

Las sedes de partidos constitucionalistas son atacadas con pintura, excrementos, marcadas con símbolos amenazantes o excluyentes. Los políticos independentistas pasan a ignorar literalmente la existencia de una mitad de Cataluña que no les interesa, y ese olvido y desprecio se hace patente en cada gesto, en cada discurso: los gobernantes ya no lo son de Cataluña, sino tan solo de los separatistas.

Las resoluciones judiciales se suceden: el estatuto recibe un ligero repaso en el Constitucional (por mucho que el soberanismo repita hasta la extenuación que fue mutilado salvajemente), hay resoluciones sobre la lengua, y empiezan a desobedecerse desde la propia administración en sus diferentes niveles.

Las cifras de asistentes a manifestaciones separatistas se inflan hasta extremos grotescos, y los partidos nacionalistas deciden aprovechar esta ola que ellos mismos han creado para surfearla hacia la playa de la secesión. Y claro, el estado reacciona y la justicia se moviliza. Y ahí acaba el supuesto pacifismo: una comisión judicial permanece cercada durante horas en unas oficinas del gobierno catalán, dos coches patrulla de la Guardia Civil son destrozados y se roba el armamento que imprudentemente habían dejado en él, líderes de la oposición tienen que abandonar el parlamento catalán escoltados o por la puerta trasera, miles de ciudadanos perfectamente coordinados se presentan en los lugares designados como colegios electorales para escenificar un acto de desobediencia y de resistencia física a la autoridad.

Y una vez detenidos los cabecillas del golpe, las calles y carreteras se incendian, las estaciones se bloquean, corren por la red instrucciones de guerrilla urbana y los manifestante se enfrentan a la policía mientras los líderes separatistas y la televisión pública que controlan llaman de facto a la resistencia.

Es decir, el proceso solo fue pacífico mientras no encontró obstáculo alguno a su paso victorioso, y se tornó violento en cuanto alguien, sea político, entidad cívica, particular o tribunal, se opuso a sus objetivos o procedimientos. Lo cual evidencia, claro está, que no era pacífico y nunca lo fue: simplemente hasta fecha mas reciente no sintió la necesidad de destapar su cara menos amable, que siempre estuvo ahí, agazapada tras el semblante festivo. Un dato: el estado frenó muy recientemente una masiva compra de armamento y munición para la policía autonómica catalana, en cuantía tan desmesurada que nadie supo justificar. ¿Pacifismo?

Ni diálogo ni pacifismo: el proceso separatista catalán tiene unos muy preocupantes genes totalitarios en sus actitudes y procedimientos. Ambos términos, diálogo y pacifismo, han sido simplemente unos instrumentos más de su lucha, trufada de mentiras, manipulaciones y abusos. Pero su eficacia propagandística es demoledora, sobre todo si nadie la desmonta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Generalidad prostituida

Por si algunos no lo saben, la Generalidad de Cataluña no es solo el gobierno de dicha comunidad autónoma. Es por así decirlo toda la estructura política y administrativa de la autonomía catalana. Si Cataluña fuera un estado independiente, ese «Estado» se llamaría Generalidad de Cataluña. En otras palabras: el parlamento catalán también forma parte de la Generalidad.

Quizá alguien albergaba la esperanza ingenua de que el golpe de estado contra la democracia constitucional española urdido por los separatistas catalanes y con tantas terminales mediáticas y políticas fuera de Cataluña hubiese concluido con la aplicación del 155. Nada más lejos de la realidad. Ni por un momento los golpistas han cejado en su empeño, y lamentablemente las elecciones de diciembre pasado les dieron un renovado soporte electoral. Lo cual por cierto, y conviene recordarlo, ni convalida la ilegalidad de lo actuado ni puede servir de eximente, ni siquiera de atenuante, para los gravísimos delitos cometidos.

Digamos que tras el aparente huracán que los separatistas intuyeron que se les venía encima el día en que el Sr. Rajoy destituyó al gobierno en pleno de la Generalidad, los golpistas se cobijaron bajo las piedras unos cuantos días, hasta constatar con asombro que las estructuras del golpe permanecían intactas, que sus fuentes de financiación seguían incomprensiblemente manando cuantiosas y que, en realidad, continuaban controlando la mayor parte de los resortes del poder, excepción hecha de los más vistosos, los cargos de relumbrón del gobierno autonómico.

Luego, sí, vino la justicia con su espada afilada y empezó a repartir mandobles en forma de autos judiciales que permiten vaticinar un futuro poco halagüeño para toda una serie de personajes que vivieron durante lustros en la creencia de una perfecta impunidad, nadando en la abundancia de unos presupuestos inagotables para los fines separatistas (aunque hubiese que recortar en todo lo demás) y ungidos además por un aura de rebeldes absolutamente incompatible con sus trayectorias vitales, esencialmente funcionariales y vinculadas al pesebre político nacionalista, probablemente uno de los más endogámicos y corruptos de Europa.

Así que, como los caracoles tras la lluvia, volvieron a asomar la cabeza, a comprobar que sus coches oficiales y sus generosos sueldos (los mayores de España, a tal punto llega el expolio) seguían ahí. Y sobre todo sus medios de comunicación, su cuerpo policial amaestrado y sus hordas de opinadores subvencionados. Todo ello, unido a la inapreciable ayuda del gobierno de la nación en forma de titubeos, vacilaciones y errores de bulto como la lamentable imagen de las actuaciones policiales del uno de octubre, les ha animado a volver a la carga. Y desde entonces y hasta la fecha viven en un microcosmos absolutamente artificial, una especie de show de Truman político en el que cualquier instrumento jurídico, político, democrático o parlamentario puede ser retorcido hasta la obscenidad, porque la institución de la Generalidad ha quedado totalmente prostituida en manos de quienes dicen defenderla frente a las inexistentes agresiones y amenazas externas.

Yo los palacios asalté, yo a las cloacas bajé, los reglamentos escarnecí, las leyes violenté, los usos democráticos ignoré, y en todas partes dejé recuerdo amargo de mí, podrían decir los separatistas si Don Juan Tenorio no les produjese excesivo rechazo (aunque quién sabe: tal vez algún historiador de cámara ya haya descubierto la ascendencia catalana de Zorrilla). Nada han dejado por tocar, y la última intentona por arruinar el escaso prestigio que le queda a la institución es la propuesta de designar al lúgubre Turull como candidato, a toda velocidad, horas antes de que el Supremo le procese y quién sabe si hasta encarcele. Creemos un nuevo mártir, intentemos por todos los medios poder exhibir a un presidente de la Generalidad, el que sea, encarcelado por los malvados magistrados de Madrid. Turull, te ha tocado.

La prostitución de una institución, entendida como la disposición a utilizarla como sea necesario, aun quebrando su historia y su buen nombre, en pos de un objetivo que ya es solo la permanente y desesperada huida hacia adelante, la busca incansable del «cuanto peor, mejor», la generación de una tensión que resulte insoportable… Esos y no otros son los fines del separatismo: lograr que el enfrentamiento se materialice en todos los ámbitos. Sí, en todos: incluso en la calle si es posible. Solo la violencia atraería el foco internacional sobre el patético espectáculo de la región más rica de España disfrazándose de «patria opressa».

Volvamos al Tenorio para despedirnos:  «imposible la habéis dejado, para vos y para mí». Escarnecida, burlada y humillada. Imposible para ellos e imposible para los ciudadanos catalanes que solo aspiraban a seguir disponiendo de una amplísima autonomía como la que tenían, para desarrollarse y prosperar económica y humanamente. Así está quedando la Generalidad tras el paso de estos burladores infames.

¿Sociedad Civil Catalana en Madrid?

Societat Civil Catalana (SCC) presenta el próximo sábado su agrupación madrileña, la primera que se constituye formalmente fuera de los límites de la comunidad autónoma catalana, aunque haya otras que están en trámite de hacerlo.

Lo hará en el transcurso de un acto que oscilará entre lo político y lo festivo que se celebrará en los Jardines del Descubrimiento, al pie de la gran bandera española que preside la Plaza de Colón.

Más de uno puede preguntarse con sorpresa y hasta con recelo cuál es la causa que lleva a una entidad con una denominación y una raigambre tan inequívocamente catalanas a desembarcar en Madrid. La respuesta es simple: es necesario, perentorio, que primero la capital de España y luego el resto del territorio conozcan de primera mano qué ha pasado, qué está pasando y qué va a pasar en Cataluña.

En efecto, buena parte del «problema catalán» viene dada por la absoluta ignorancia en la que el grueso del país y, lo que es más grave, de la clase política española han vivido respecto a lo que se estaba cociendo en una de sus regiones antaño más prósperas, sensatas y emprendedoras. Agua pasada no mueve molino, y no tiene sentido por lo tanto que nos dediquemos ahora con afán masoquista a hacer y hacernos reproches, pero lo cierto es que de unos años a acá lo único que la ciudadanía española percibe de Cataluña es un cansino victimismo, la imputación injusta de un maltrato fiscal, político y cultural que en nada se corresponde con la realidad y la continuada deslealtad hacia el proyecto constitucional español de toda una clase política que, en su sistemática tarea de saquear las arcas públicas (provocando con ello, y no con el tan pregonado como falso expolio, la ruina económica de la región) ha sabido implicar a buena parte de la tan cacareada «sociedad civil» a base de regarla con subvenciones y prebendas.

Esa metódica política de compra de voluntades y de infiltración de adictos a la causa separatista en puestos clave en todos los niveles de la sociedad es la que ha hecho que aparentemente el mensaje que procede de Cataluña sea unánime: los catalanes quieren la independencia.

SCC, que tuvo además la feliz idea de «robar» el nombre a esa casta cómplice, llega a Madrid para demostrar que existe otra Cataluña, me atrevería a decir que la de verdad, que ha vivido durante décadas secuestrada, primero por la narcotizante dictablanda pujolista y luego por el desvarío de los gobiernos de Mas y Puigdemont, sin olvidar los decepcionantes paréntesis (que finalmente no lo fueron) de Maragall y Montilla. Esa Cataluña que no ha vivido de la subvención ni ha sido cómplice en la progresiva degeneración de la autonomía catalana acude a Madrid para hablar y para ser escuchada. Y para pedir afecto, comprensión y apoyo efectivo. Solo con el poder del estado y el apoyo de la ciudadanía puede primero frenarse y luego revertirse la actual situación, que es mucho más dramática de lo que muchos aquí piensan.

Lo del sábado no es más que un primer acto, la presentación cortés y sincera de un nuevo vecino que viene para quedarse y que solicita y ofrece amistad, colaboración y aprecio. No nos confundamos: no va a ser, ni lo pretende, una gran manifestación del tipo de las que en Barcelona se celebraron en octubre del pasado año. Madrid no es Barcelona, y aquí las cosas han de funcionar de otra manera. Pero es importante que todos aquellos madrileños que puedan se acerquen el sábado 17 de marzo, partir de las 12.00 horas, a la Plaza de Colón para que los catalanes que venimos a explicarles que formamos parte leal de un mismo proyecto sepamos y notemos que en esa posición les tenemos a nuestro lado. Y para que ellos mismos perciban que esa Cataluña leal, solidaria y sensata todavía existe y quiere y necesita la ayuda y el apoyo de la capital, en su doble vertiente de sede del poder político y de ciudad con una legendaria y constatada generosidad en la acogida.

La Généralité

Parece que pronto habrá que distinguir entre Generalitat de Cataluña y Generalitat en Cataluña. La propuesta hecha por el prófugo Puigdemont de que el preso Sánchez sea elegido presidente de la Generalitat mientras él se reserva el papel de glorioso exiliado con corte incluida apunta en esa dirección: dos «Generalidades», aunque por supuesto y por desgracia no por el precio de una.

La de Bélgica, la Généralité, será además el sueño dorado de estos fascistas de barretina: un gobierno y una asamblea sin opositores, formada solo por los tíos de la vara. Ni oposición, ni control parlamentario, ni por supuesto judicial.

Mientras, el parlamento en Cataluña se dedicará a implementar la República y planear una nueva consulta, ninguneando otra vez a la mayoría de los votantes y por supuesto la constitución y demás leyes de menor rango.

Bien, a estas alturas ya está claro que el 155 no ha sido suficiente, que la buena voluntad del gobierno de la nación y de los ciudadanos españoles sólo ha merecido desprecio y deslealtad, que los golpistas no han aprendido nada y, lejos de rectificar, están decididos a perseverar en un empeño para el que, digan lo que digan, no tienen ningún mandato popular. Como siempre, no es más que el interés egoísta de una clase política expoliante lo que les guía; una auténtica huida hacia adelante para escapar de la cárcel.

Cataluña y sus políticos se han demostrado incapaces de organizarse y gobernarse civilizadamente dentro del mínimo respeto a la legalidad. Han demostrado sus dirigentes que bien poco les importa el bienestar de sus ciudadanos, ya que han renunciado a ejercer las amplísimas competencias de que disponen, envueltos como están en una indignante maraña de reuniones, trapicheos y negociaciones encaminadas a salvar la poltrona y a mantener la tensión con el estado, haciendo oídos sordos a la evidencia de que ante este espectáculo la economía se está hundiendo.

Quizá va siendo hora de asumir que la intervención de la comunidad por parte del estado ha de ser mucho más profunda y duradera, ante la evidencia de que la deslealtad persiste y no va a cesar mientras los golpistas dispongan del presupuesto y los medios de comunicación. Y esto es lo más irritante: que hasta un niño de pecho sabe que esto se acaba en cuento se cierre el grifo del dinero. Pero por alguna razón alguien en Madrid ha decidido no hacerlo.

Persisten, corregidas y aumentadas por la contumacia, las razones de interés general de España que justifican la intervención. E incluso quizás no sólo la del 155. Es una situación excepcional, gravísima y muy peligrosa, que requiere medidas adecuadas a esa gravedad. Pero claro, su adopción exigiría algo tan insólito como que los lideres de los partidos nacionales se reuniesen, hablasen, dejasen de lado sus intereses partidistas y tomasen decisiones.

Poco probable, dado que tenemos políticos de partido y no estadistas. De modo que no es descartable que acabemos pagando, todos, una Generalitat y una Généralité.

La burla como antídoto

Nada hay más letal para un proceso que se pretende épico, heroico, histórico y hasta glorioso, que el ridículo y la burla.

En este sentido, el tristemente famoso «procès» puede darse por muerto, sin perjuicio de que las corrientes subterráneas puedan hacerlo aflorar de nuevo en cualquier momento.

La manifestación de ayer en Barcelona reivindicando una imaginaria Tabarnia como nueva comunidad autónoma española si Cataluña consigue la independencia fue un magnífico compendio del cachondeo y el desparpajo con el que el llamado (con rabia y odio) unionismo se toma a los separatistas. Simple y llanamente les han, les hemos perdido el respeto. Iba a decir el miedo, pero eso hace ya tiempo que lo enterramos.

Ayer se sucedieron una serie de «terribles ofensas» al nacionalismo, empezando por la ofrenda floral al mismo monumento en el que ellos depositan cada 11 de septiembre sus coronas de flores y acabando por la simbólica toma de la plaza de San Jaime, donde radica el palacio de la Generalidad. Pasando, claro está, por el recochineo constante y festivo: el Waterloo de Abba sonando por los altavoces, las máscaras de papel con la cara de Boadella, los lemas honorablemente birlados y burlados, el himno de España gritado más que cantado con el «lolo lolo…». No faltó nada. Y todo en un tono festivo totalmente opuesto al fúnebre y sombrío «Bon cop de falç» y a las manifestaciones uniformizadas a la coreana de cada 11 de septiembre.

A mayor abundamiento, el humorista Joaquín Reyes hizo en El intermedio una parodia del fugitivo Puigdemont, que previamente ya había sido objeto de burla en una carroza de carnaval en la propia Bélgica, mientras los humoristas gráficos de la prensa española (no los de Cataluña, claro, subvenciones mandan) se ensañan con el prófugo.

El proceso ha alcanzado su punto de no retorno: el ridículo y la vergüenza. Con la inestimable ayuda, todo hay que decirlo, de sus propios protagonistas, empecinados en enlazar propuestas, a cual más rocambolesca y disparatada.

El proceso muere entre carcajadas. Pero estemos alerta, porque como todavía manejan el presupuesto y los medios de comunicación no hay duda de que volverán a las andadas. Y entonces puede que lloremos todos. Ellos y nosotros.

Cataluña les importa una mierda

Se llenan la boca hablando de Cataluña, de democracia, de libertad, de persecución, opresión y represión. Manifiestan de forma altisonante su amor a la patria, su lealtad al pueblo. Se proclaman nación milenaria, espejo de civilización y fuente inagotable de cultura. Pero en realidad, Cataluña les importa una mierda.

Han convertido los restos del proceso golpista en una vergonzosa timba. En un delirante reparto de cuotas de poder y en una búsqueda malsana de la manera que más eficazmente pueda prolongar la tensión y el enfrentamiento.

Que las empresas (todas las grandes y muchas de las medianas) hayan salido de Cataluña, y no para irse fuera de España precisamente, lo minimizan, ocultando que los inevitables efectos en términos de pobreza y paro vendrán a medio plazo.

Que el mundo entero afirme, reafirme y confirme que Cataluña saldría (no la echarían) de la Unión Europea, con lo que ello implica de aislamiento y empobrecimiento, lo enmascaran diciendo que los catalanes podrán seguir teniendo el pasaporte español, con lo cual seguirán siendo europeos. Curiosa aventura la que pretende crear una nación independiente con ciudadanos que no lo sean.

Que haya que vulnerar leyes, constituciones, estatutos y reglamentos, estatales o autonómicos les da igual, aunque ello arruine la seguridad jurídica, bastión irrenunciable para atraer y mantener la inversión y la iniciativa empresarial. Y para sostener la democracia, por supuesto.

Que la economía catalana esté arruinada y endeudada como consecuencia de su pésima gestión y de un despilfarro indescriptible en estructuras del proceso lo consideran un paso inevitable para llegar al paraíso prometido.

Que la sociedad esté absolutamente fracturada y al borde literalmente del enfrentamiento lo asumen como un precio necesario.

Solo les importan los cargos, la impunidad y seguir controlando el presupuesto y los medios de adoctrinamiento. Han llevado a la Generalidad a su intervención, han provocado la vergüenza de que el gobierno de España haya tenido que disolver el tan cacareado «parlamento más antiguo de Europa». Han puesto en cuestión la fiabilidad de la policía autonómica, convirtiéndola en un cuerpo político al servicio de una causa ideológica. Han embrutecido el parlamento catalán con sesiones bochornosas y colocando al frente a políticos sectarios que en modo alguno representan a todo el arco parlamentario. Han conseguido convertir Cataluña en la comunidad autónoma con los impuestos más altos de toda España.

Y ahora proponen como candidato a un personaje que pasará a la posteridad, esperemos que desde una celda, por su imagen pisoteando un coche de la policía. Un tipo sin ningún mérito para presidir una institución centenaria que ellos pretenden gloriosa. Tanto da este como cualquier otro, siempre y cuando el perfil sirva para mantener la tensión con el estado. ¿El prestigio de la institución histórica? Qué importa frente al interés personal de la banda organizada que controla Cataluña desde hace lustros. Añadirán, en un giro que entra ya de lleno en el terreno de la burla, una parodia de proclamación del fugitivo en su guarida belga. Un preso y un fugitivo de la justicia, exhibición gloriosa de una bicefalia demencial.

Cataluña y los catalanes les importamos literalmente una mierda. Es una especie de juego de tronos cutre e innoble, un espectáculo lamentable en el que una banda de politicastros se ha apropiado de la política, la administración y el presupuesto de una de las comunidades más potentes de España y hasta de Europa para maniobrar única y exclusivamente en su propio beneficio e interés, despreciando por completo las consecuencias que sus decisiones irresponsables y hasta criminales tengan para los ciudadanos y hasta para la propia institución que representa a la región. Viven literalmente en una realidad paralela que pagamos nosotros, y por cierto a precio de oro: la casta política mejor pagada de España, y sin necesidad siquiera de acreditar una mínima gestión de las competencias que tiene encomendadas.

Que estos sinvergüenzas se obstinen en este espectáculo lamentable es patético, pero comprensible en una banda de indocumentados que sería incapaz de vivir de algo que no sea el presupuesto público y la permanente queja lacrimógena, e incapaces también de gestionar una sociedad moderna y eficaz. Y libre. Pero lo verdaderamente triste es que un par de millones de catalanes siga comprando entradas, en forma de voto, para este espectáculo bochornoso. No se dan cuenta de que ellos tampoco les importan una mierda: simples peones en un tablero, carne de cañón a la que exprimir y utilizar. Ese es el gran problema y enorme reto para España: hacer que ese grupo de ciudadanos sea consciente de las dimensiones del engaño del que han sido y siguen siendo objeto. Convertirles de nuevo, si alguna vez lo fueron, en ciudadanos maduros y responsables. Devolverles la conciencia de ser demócratas. En suma: devolverles a la ciudadanía española y europea. A la ciudadanía cívica, por supuesto, que el pasaporte ya lo tienen. Sí, ese que en su tapa granate dice Reino de España.